La Antártida siempre ha sido un destino de fascinación y misterio. Un lugar lejano, cubierto de hielo y soledad, donde el viento arrastra siglos de historia sin prisa, sin mirar atrás. Pero para Silvia de Otaño, ex intendente de Plaza Huincul y diputada provincial, que hace siete años se dedica a la fotografía de naturaleza, la Antártida no era solo un paisaje exótico, era el sueño de una vida. Y como en los buenos relatos de aventura, ese sueño encontró su camino, justo cuando parecía inalcanzable.
Hace unos meses, Silvia recibió la llamada que no esperaba. “Mamá, tenés que cumplir el sueño de tu vida”, le dijo Adrián, su hijo mayor y biólogo, quien trabaja como guía científica para una empresa australiana en la región más austral del planeta. El viaje era una oportunidad única: acompañar a su hijo en una expedición a la Antártida, a bordo de un barco donde él trabajaba, pero solo si respondía sin vacilar. “Me tenés que decir ahora”, le dijo, y Silvia, entre dudas y emoción, aceptó.
“El universo hace cosas maravillosas”, reflexiona, al recordar cómo, en un barco de 150 personas, ella y Agostina, también neuquina, eran las únicas argentinas. En ese mismo barco, 30 guías, todos jóvenes y expertos en su campo, como guías de kayak o biología marina, se preparaban para la experiencia más extrema del turismo científico. Y entre ellos, un ambiente de camaradería y profesionalismo la envolvía mientras se adentraban en el desierto blanco.
El recorrido no fue sencillo. Silvia había partido desde Montevideo, pues el barco había tenido un retraso debido a un huracán en el Caribe. En su ruta original, se planeaba que el barco pasara por las Islas Malvinas, pero la tormenta obligó a cambiar el itinerario. Así que el destino de Silvia fue otro: las islas Georgias del Sur, ese rincón del planeta que guarda más historias de las que cualquier libro podría narrar.
Cuando ella puso pie en aquellas islas, los recuerdos se apoderaron de su corazón. “Este lugar es especial”, afirmó. En las Georgias del Sur, donde el viento siempre grita y el mar nunca duerme, yacen los restos de un pasado olvidado: antiguas balleneras, las primeras estructuras que impulsaron la industria de la caza de ballenas y lobos marinos a principios del siglo XX.
En ese lugar murió el neuquino Jorge Néstor Águila, el oriundo de Paso Aguerre murió en combate en la Operación Georgias, que ocupó Grytviken en el archipiélago de las Georgias, en el marco de la guerra de las Malvinas. Fue una de las primeras bajas argentinas en esa guerra y el primer neuquino.
Y luego vino la historia de Shackleton, ese marinero irlandés cuya hazaña ha quedado grabada en la memoria colectiva. Silvia, que poco imaginaba lo que sería un día en las Georgias, se vio sorprendida cuando los guías, australianos e ingleses, decidieron rendir homenaje en el asentamiento más importante de la isla. Allí, en un rincón, está la tumba de Ernest Shackleton, un explorador cuyo barco, atrapado por el hielo, explotó y dejó a su tripulación varada en medio de la nada. Pero Shackleton, un hombre “loco de guerra” según Silvia, logró salvar a todos en botes. Es un héroe especial, un loco, un hombre que desafió la muerte, y que hoy, a través de un whisky fabricado en su honor, sigue vivo en las Islas Georgias.
Silvia nos cuenta cómo, antes de bajar a tierra, una de las guías, oriunda de Tierra del Fuego, le recomendó dirigirse directamente al cementerio de Grytviken. “Prestá especial atención”, le dijo, “ahí está el único argentino enterrado en Georgia”. La historia, aunque le sonaba familiar, la dejó pensativa. Al llegar, se encontró con la tumba de Félix Artuso, un oficial de la Armada Argentina que participó en la Guerra de las Malvinas. Artuso fue asesinado por error por un soldado británico cuando se encontraba prisionero de guerra. Hoy, su tumba es un recordatorio de los lazos históricos entre Argentina y el continente antártico, siendo Artuso el único combatiente argentino enterrado en ese lugar.
Lo que más la dejó marcada, sin embargo, fue la inmensidad de la Antártida, donde el hombre parece ser una insignificancia al lado de la naturaleza en su estado más puro. “Los animales no te tienen miedo”, dice. Los pingüinos, lobos marinos y elefantes de mar se acercan sin temor. Pero también es allí donde las regulaciones más estrictas del turismo ecológico entran en juego. A menos de tres metros del animal, uno no puede acercarse; no se puede sentar, ni agacharse, ni apoyar nada en el suelo. “Es agotador”, confiesa Silvia, pero sabe que esas reglas están ahí para proteger lo que la humanidad casi destruye.
Los momentos de contacto con los animales, a pesar de ser breves, fueron los más intensos. La visión de miles de pingüinos rey, esos que alcanzan casi un metro de altura, era deslumbrante. Pero no todo fue belleza inmaculada: los lobos marinos, durante la temporada de celo, se mostraron territoriales y agresivos, un recordatorio de que en la Antártida, incluso la vida más salvaje sigue sus propias reglas.
La travesía de Silvia no solo fue un viaje físico; Fue un viaje hacia la comprensión profunda del equilibrio entre el hombre y la naturaleza. Y en ese espacio de introspección y maravilla, entre las inmensas olas y el rugir del viento polar, la fotografía adquirió un significado aún más grande. “Traje ocho mil fotos”, dice con una sonrisa, mientras recuerda el incansable disparo de su cámara. Pero, lejos de ser un simple registro, esas imágenes son testimonio de un encuentro con lo sublime. Cada foto, una pieza del rompecabezas de un lugar que, aunque distante, tocó su alma.
Su viaje a la Antártida no solo es un logro personal, sino también un homenaje a la naturaleza en su estado más puro y virgen. Y aunque para Silvia el sueño de viajar al fin del mundo fue cumplido, su pasión por la fotografía de naturaleza sigue intacta, alimentada por la belleza que aún guarda ese rincón remoto del planeta.